Utopías y distopías - parte 1 de 2


En el año 1516, en pleno Renacimiento, Santo Tomás Moro escribió una obra que se constituiría en uno de los pilares de la literatura, gracias al ingenio con que mostró un mundo completamente nuevo, con sus propias reglas y características, tema caro a sus contemporáneos. La llegada a América —el Nuevo Mundo—, trajo a los europeos el deseo de conocer y conquistar el propio Paraíso en la Tierra, de cumplir todos sus sueños. Europa era entonces un hervidero de intrigas políticas, donde la guerra, la hambruna y la pobreza se codeaban con la presencia de la figura de grandes hombre y mujeres. Fue en este caldo sociocultural que el autor dio a la luz su magna obra: Utopía.

Tomás Moro no sólo mostró la posibilidad de enmendar en la Tierra, por medio de la administración justa de los recursos, una sociedad más libre y feliz, más fraterna y comprensiva —hay que recordar que en la misma época Sir Francis Bacon y Tomaso Campanella hicieron lo mismo con sus respectivas obras de La Nueva Atlántida y La Ciudad del Sol—; además acuñó el término Utopía, que hoy en día forma parte del léxico habitual de la gente, pasando a numerosas lenguas. Es así cómo se adjetiva, por ejemplo, de utópico a alguien cuyas ideas son demasiado idealistas o a un proyecto que alberga la esperanza de superar cualquier tipo de dificultad, cuando en realidad las dificultades son demasiadas como para que éste se logre.

Dice la misma Real Academia Española en la vigésima primera edición de su diccionario acerca del vocablo utopía: «Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como sistema irrealizable en el momento de su formulación».

Cabe considerar que la misma palabra en cuestión es la unión de dos voces griegas, las que en castellano significan lugar que no existe. Si se atiende entonces a su etimología, una utopía es algo que, en efecto —debido a sus condiciones inalcanzables para la realidad que se esté viviendo—, pertenece al campo de la fantasía.

Si la utopía es imposible de llevar al mundo real, entonces qué pasa con los sueños de un mundo mejor para la humanidad. A mi parecer el hombre es una criatura capaz tanto de los más bellos sueños, como de las peores pesadillas —aquí me permito parafrasear al científico Carl Sagan en su única obra de ficción, la novela Contacto—. Cada era tiene sus ilusiones, en las que la humanidad plasma lo mejor de sí; pero también cada era tiene sus propios temores, sus flaquezas y errores. Cuando se dio inicio al siglo XX, una serie de eventos marcaron —tal como sucedió en el renacimiento, con el descubrimiento de América— la historia de nuestra especie para siempre. Las revoluciones políticas y culturales del comunismo, ideología que en China y la Ex Unión Soviética y otros países tomó gran fuerza, las dos Guerras Mundiales y la Guerra Fría, entre otros eventos sacudieron la integridad de la sociedad contemporánea. Tal como en su tiempo, gente como Tomás Moro se vio enfrentada a responder intelectualmente a sus anhelos de un mundo mejor. Pero en el siglo XX, los artistas —quizás menos ingenuos o más cínicos que los hombres del Medioevo— proyectaron sus frustraciones de otra forma: no quisieron mostrar un mundo ideal con una sociedad perfecta, sino que más bien llevaron hasta las últimas consecuencias los vicios de su época; esto extrapolando las tendencias de su mundo a una realidad donde se diera cabida a lo peor del ser humano. Estos mundos imperfectos reciben el nombre de antiutopías, contrautopías o distopías.

Teniendo en claro estas dos ideas, relacionadas entre sí, corresponde adentrarnos en el tema de este artículo, donde intentaremos oponer ambos conceptos, tomando como punto de referencia la Utopía de Tomás Moro; ver cómo en las obras del siglo XX se trabajan, cual la imagen opuesta de un espejo, ciertos temas recurrentes como la búsqueda de la felicidad, la idea de la libertad y el libre albedrío, el valor de la vida humana, el concepto de familia, el papel que cumple el arte y específicamente la literatura en la vida de los seres humanos, etc.

Este artículo, que se publica en dos partes, se encuentra dividido según cada una de las obras distópicas que he escogido para analizar y comparar: primero Un mundo feliz de Aldous Huxley, luego 1984 y Rebelión en la granja (o La granja de los animales) de George Orwell, después Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y por último El cuento de la criada de Margaret Atwood. Cada una de ellas, salvo Rebelión en la granja, son obras de ciencia ficción que muestran una sociedad de corte totalitarista. En los capítulos correspondientes se describirá a grandes rasgos la sociedad a la que se hace mención, con sus particulares premisas que las distancian del sueño renacentista de Tomás Moro. De este modo, el presente artículo pretende ser un trabajo comparativo y descriptivo de algunas de las obras distópicas más representativas del género y que pese a su atmósfera pesimista y opresiva, deben su existencia a la esperanzadora obra de Tomás Moro: ¿qué poder tendría el Infierno sobre los condenados, si estos no pudiesen soñar con algo mejor a su destino?


UN MUNDO FELIZ (1932), de Aldous Huxley

Se puede considerar una utopía como un mundo donde se produce una reorganización favorable de sus distintos estamentos sociales en beneficio del bien común. Es así como en la isla descrita por Santo Tomás Moro existe, entre otras cosas, igualdad de derechos; cada ciudadano es libre de abrazar la ideología que sea de su gusto —siempre y cuando ésta no atente contra el albedrío de los otros—, y tiene la oportunidad de realizarse física, intelectual y espiritualmente en medio de una sociedad donde se ha llegado a una especie de socialismo renacentista (al momento de publicarse la obra aún no existía el socialismo como doctrina).

Si se detiene uno en los aspectos que rodean a la formación de las llamadas distopías, se puede observar que ellas han sido posibles luego de un evento catastrófico para el pueblo —por lo general una guerra— y que, creyéndose necesario un nuevo estado de las cosas, se han proclamado nuevas reglas sociales. El poder se centraliza en unos pocos y la libertad del resto queda subordinada a estos, quienes —en teoría— los protegen de cualquier tipo de enemigo. Este mundo en el cual se manifiestan hasta sus últimas consecuencias el poder y el control de una sociedad, es el llamado totalitarismo, régimen que en más de una ocasión ha formado parte de algunos gobiernos reales. La distopía del totalitarismo, a diferencia de la sociedad diseñada por Tomás Moro, se disfraza de supuesta empresa preocupada del bien común. También abraza dogmáticamente las creencias (sean del tipo que sean) que se convierten en el sistema ideológico por excelencia de su sociedad; haciendo imposible la tolerancia religiosa y social de la utopía.

Totalitarismos puede haber muchos, si tenemos en cuenta las múltiples variables entre los distintos sistemas de pensamientos existentes. Cuando Aldous Huxley escribió su libro, quiso mostrar en qué podía llegar a convertirse un mundo regido por el capitalismo —la sociedad de mercado y propiamente «occidental» de principios del siglo pasado—, si se perdían los elementos espirituales y tradicionales: así, por ejemplo, en Un mundo feliz (Brave New World) la institución de la familia se ha perdido y la gente es concebida en fábricas.

Como «distopía del capitalismo occidental», la sociedad de la novela surge paralelamente a la nuestra debido a un importante avance técnico: el motor de Henry Ford, quien se convertirá acá en una figura cuasi religiosa. Así este mundo será altamente tecnificado, poseyendo además una ciencia psíquica, química y genética capaz de ordenar en un sistema de castas a la humanidad, todo con el fin de mantener el status quo. Se usa la tecnología con gran dominio de sus beneficios, pero no para solventar el desarrollo intelectual y espiritual de las personas, sino para satisfacción de las pasiones más inmediatas y banales, como el escapismo gracias al uso de sofisticadas drogas. Ciencia y tecnología al servicio del hedonismo, algo que para los ciudadanos de Utopía era una pérdida de tiempo. Aunque en Utopía la gente gozaba de los placeres de la vida sin tapujos, no requerían de recursos artificiales como estupefacientes y otros. Dice Tomás Moro sobre el gusto por el placer de los utópicos (o utopienses):

«Llaman placer a todo movimiento corporal o anímico con el cual, obedeciendo a la naturaleza, se experimente un deleite; en ese concepto incluyen, y no sin motivo, los apetitos naturales. Los sentidos y la razón aspiran, en efecto, a lo naturalmente agradable, y a lo que se consigue sin detrimento ajeno ni ocasionar la pérdida de otro placer mejor ni acarrear mejora alguna. En cambio, lo que los hombres, en virtud de una vana convención y como si pudieran cambiar con las palabras el ser de las cosas, juzgan placentero, nada tiene con los utópicos de común con la felicidad, si es contrario a la naturaleza, antes bien creen que la perjudica, pues no deja lugar para los verdaderos y auténticos deleites y ocupa el espíritu entero con engañosas apariencias de placer».

De este modo, en la sociedad de Utopía se disfruta de todo, salvo de los juegos del azar, vicios y actividades que entorpezcan la sobriedad (como psicotrópicos). Sobre esto, dice Huxley en el prólogo que escribiría años después a su obra, respecto a cómo se podría manejar una sociedad en las condiciones de Un mundo feliz:

«Para llevar a cabo esta revolución necesitamos, entre otras cosas, los siguientes descubrimientos e inventos. En primer lugar una técnica mucho más avanzada de la sugestión, mediante el condicionamiento de los infantes y, más adelante, con ayuda de las drogas (…). En segundo lugar, una ciencia plenamente desarrollada, de las diferencias humanas, que permita a los dirigentes gubernamentales destinar a cada individuo dado adecuado lugar en la jerarquía social y económica (…). En tercer lugar, un sustitutivo para el alcohol y los demás narcóticos, algo que sea al mismo tiempo menos dañino y más placentero que la ginebra o la heroína. Y finalmente (aunque este sería un proyecto a largo plazo, que exigiría generaciones de dominio totalitario para llegar a una conclusión satisfactoria) un sistema de eugenesia a prueba de tontos, destinado a estandarizar el producto humano y a facilitar así la tarea de los dirigentes».

En su novela, Huxley plasma todas estas premisas de la forma más verosímil, puesto que basta con comparar estas atrocidades con regímenes tales como el de la Rumania comunista de Nicolás Ceausescu u otros para comprobar que la visión profética de Aldous Huxley no estaba tan equivocada.

La Utopía valoraba sobre muchas cosas el sentido de identidad nacional y social entre todos los integrantes de la comunidad. No el orgullo por pertenecer no a una casta privilegiada como en la obra de Huxley, sino por formar parte importante de un pueblo unido y fraterno. El aprecio y respeto por el «otro», un compañero con quien se trabajaba codo a codo, en la vida cotidiana, como en situaciones menos felices, tal como lo podía ser la guerra. Familias enteras se apoyaban en toda circunstancia, existiendo el amor por los mayores de parte de los más jóvenes. En cambio en Un mundo feliz la situación también se invirtió (no hay motivo para que los lazos interpersonales y consanguíneos permanezcan, si la institución familiar y el valor de la amistad no existen).

«En la actualidad el progreso es tal que los ancianos trabajan, los ancianos cooperan, los ancianos no tienen tiempo ni ocios que no puedan llenar con el placer, ni un solo momento para sentarse y pensar (…)».

Estas líneas muestran cómo la idea de individualidad, donde cada persona cuenta con el derecho para hacer de su vida lo que más le plazca (siguiendo ciertos márgenes de acción, claro), tampoco existe. La igualdad de derechos, el llamado socialismo renacentista de Santo Tomás Moro, tampoco tiene cabida en un totalitarismo como este. La gente se encuentra dividida en una serie de castas diseñadas vía manipulación genética. Aquellos nacidos con los patrones hereditarios más generosos, ostentan el poder y poseen la inteligencia adecuada, así como la belleza física para administrar a los que se encuentran más bajo dentro de la jerarquía social.

La sociedad de Utopía consideraba a la tierra como parte fundamental de su herencia, esto en cuanto al uso, provecho y disfrute de la naturaleza que rodeaba la isla. Los individuos practicaban la agricultura como estilo de vida, ya sea para la producción de alimentos, como para recrearse en el contacto con la naturaleza. Pero en el libro de Huxley, donde gran parte de la trama transcurre en una ciudad altamente tecnificada, un lugar lleno de plástico, acero, concreto y nada natural, «Naturaleza» es sinónimo de «Primitivo» y por ende, su presencia produce rechazo. Así se habla de los salvajes que viven fuera del orden de las cosas, en Malpaís y donde no se cuenta con ninguna de las comodidades y «maravillas» a las que están acostumbradas las personas «civilizadas». Por esto el personaje de John, un mestizo hijo de una hermosa mujer de la ciudad exiliada en Malpaís, pese a su gran belleza e inteligencia privilegiada, nunca es totalmente bien recibido por la población de los Alfas y Betas. Al final de la obra, la pureza de John es destruida porque la existencia de un ser como él, no tiene cabida en un mundo donde la autenticidad no es un valor.

También resulta interesante recordar que en Utopía se hace uso de un medio que para nosotros es pan de cada día: la publicidad. Claro que no tal como se ve en nuestros días, pero sí cuando se le ocupa al difamar al enemigo entre los suyos, con el objetivo de que le entreguen al criminal gracias a la oferta de un sustancioso premio. Huxley en el prólogo a su novela dice lo siguiente:

«Inducirles (a los esclavos del Estado) a amarla (su servidumbre) es la tarea asignada en los actuales Estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela. (…)Los mayores triunfos de la propaganda se han logrado, no haciendo algo, sino impidiendo que ese algo se haga. Grande es la verdad, pero más grande todavía, desde un punto de vista práctico, el silencio sobre la verdad. (…) Si se quiere evitar la persecución, la liquidación y otros síntomas de fricción social, es preciso que los aspectos positivos de la propaganda sean tan eficaces como negativos».

De este modo, todo totalitarismo hace lo posible por mantener su sistema de vida y así, para los Alfas y los Betas, John es un peligro para su sociedad. Los libros que lee, su independencia ideológica que lo hace ser un individuo autónomo, todo en él es un peligro que hay que evitar y corregir con la aniquilación total. Este amor por la servidumbre al que se refiere Huxley, se plasma de forma más evidente en los siguientes libros que a continuación se analizan.


1984 (1949) y REBELIÓN EN LA GRANJA (1946), de George Orwell

Si el clima de la obra recientemente reseñada resulta más que pesimista, el creado en la novela 1984 de Orwell es algo asfixiante, aparte de ser pesimista en sumo grado. Este libro fue una de las dos obras de su autor, la otra es Rebelión en la granja (Animal Farm), que escribió como protesta a las aberraciones del régimen marxista soviético (Orwell era un fiel creyente de la doctrina socialista, y como tal se desencantó de la forma en que Stalin y Lenin llevaron a cabo los principios de Marx). La novela muestra un mundo donde se ha efectuado una gran crisis que ha cambiado el mapa geopolítico del planeta; existen tres grandes gobiernos: Eurasia, Asia Oriental y Oceanía. Los eventos narrados en esta distopía transcurren en este último lugar. Oceanía es un Estado totalitario de corte soviético llevado a sus últimas consecuencias.

El protagonista es Winston Smith, un gris y patético funcionario de la burocracia que pertenece al llamado Partido Único y que poco a poco se va dando cuenta del horror que lo rodea, al despertar a la conciencia de que se encuentra una sociedad donde el mundo de su infancia es sólo un difuso recuerdo del cual él parece ser el único que tiene memoria. Oceanía es además la tierra del Gran Hermano, una distante y luminosa figura patriarcal que vigila toda Oceanía y a sus habitantes.

«El Gran Hermano te vigila», dice la propaganda del Partido.

La obra de Tomás Moro también hace referencia al control de las acciones de la gente, pero tomando un ribete más benigno, relacionado más bien con la moral pública y el bien común: «(…) el hecho de estar cada uno bajo la mirada de los demás oblígales sin excusa a un diario trabajo o a un honesto reposo». La vigilancia, la típica presencia de espías de los totalitarismos, es en este caso una manifestación de la preocupación por el otro, cual compañeros dedicados todos a la misma tarea, al bienestar social.

Si los personajes de Un mundo feliz al menos se consideraban satisfechos en sus banales sistemas de vida, los de 1984 viven sumidos en la carencia y cada día que pasa les quitan más y más de sus privilegios.

En Utopía se habla de uno que otro adelanto tecnológico misterioso en provecho de su gente, y en Un mundo feliz la población cuenta con todo tipo de artilugios avanzados; pero en 1984 apenas hay tecnología (pareciera que el mundo se hubiese paralizado, puesto que no existe arte, ni medios de diversión, ni promoción del desarrollo intelectual, al menos para los supuestamente privilegiados miembros del Partido) y a lo más se nombra uno que otro autogiro (un medio de locomoción usado por la Policía del Pensamiento), o las herramientas de trabajo de Winston como el hablescribe, la telepantalla y el agujero de la memoria. En 1984 se ha producido un desligamiento con el pasado, o un reacomodamiento de este, para el beneficio del proyecto social del Partido.

El libro de Tomás Moro cuenta que los utópicos no poseían libros impresos hasta que conocieron dicha tecnología gracias a los viajeros que visitaron la isla. Fue así como estos amantes del saber, el arte y la ciencia no cejaron en apreciar las obras que compartieron con ellos Rafael Hitlodeo (protagonista del libro) y sus amigos. Si John el Salvaje en Un mundo feliz sabía de este don como último bastión de la herencia cultural de la vieja humanidad, Winston Smith logró descubrirlo también. Por esto, Winston comienza a escribir sus pensamientos en un cuaderno que logra comprar en el mercado negro.

«Y se le ocurrió de pronto preguntarse: ¿Para quién estaba escribiendo él ese diario? Para el futuro, para los que aún no habían nacido».

Si el Partido niega todo tipo de individualismo y creación artística —sólo los llamados proles, la masa ignorante que vive en una especie de gueto y que no forman parte del Partido, viviendo en las peores condiciones, cuenta con supuestas obras de arte que en realidad son hechas por máquinas, careciendo de todo sentido estético—, el lenguaje mismo de Oceanía se ha ido reduciendo por medio de la llamada neolengua. Con ella se quiere reducir al mínimo el pensamiento individual de las personas, evitándose la más mínima revolución o crisis. Así, en toda la novela, se usan una serie de palabras que sintetizan toda una idea.

«¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente? Al final acabaremos haciendo imposible todo crimen del pensamiento. En efecto ¿Cómo puede haber CRIMENTAL si cada concepto se expresa claramente con UNA sola palabra, una palabra cuyo significado esté decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre? (…) Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación para cometer un crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad», afirma uno de los personajes para explicar la revolución que se está llevando a cabo en el lenguaje de los miembros del Partido, pues, como luego se afirma: «El verdadero poder, el poder por el que tenemos que luchar día y noche, no es el poder sobre las cosas, sino sobre los hombres».

A la larga, las palabras anteriores definen lo que es una distopía, un gobierno totalitario. En cambio en la sociedad de Utopía el hombre tiene sólo poder sobre sí mismo (controla su vida). Resulta aquí interesante, que en la obra de Tomás Moro se hable de esclavos, los que más bien son criminales que han perdido su libertad como castigo y que deben servir al bien público a la espera de pagar sus afrentas. Es aquí, donde la Utopía demuestra el poder sobre los hombres (lo más cercano a una distopía o la vida real que existe en ella).

Rebelión en la granja (también conocida como La granja de los animales o La granja animal) es una distopía contada como si fuera una fábula, un cuento para niños con una clara moraleja: el poder corrompe. Tal como en la novela de anticipación 1984, Orwell extrapola los acontecimientos del gobierno marxista de la Unión Soviética, la llamada Dictadura del Proletariado, tras el asesinato de Trotsky. La historia que aquí se cuenta es sencilla, pero no por ello deja de asombrar su carácter profundamente realista: En una granja los animales se han sublevado del yugo humano y deciden independizarse, echando a estos últimos y trasformando el lugar en un supuesto gobierno democrático. Pero los cerdos, quienes lideran la revolución, se transforman en los nuevos dictadores para el resto de las bestias, incluso llegan a comportarse mucho peor que el anterior dueño de la granja.

Una vez que se lleva a cabo la independencia animal, se proclaman diez mandamientos para poner en claro el comportamiento moral y cívico de las criaturas. Pero tal como sucede en 1984, los cerdos manipulan la información, el pasado y las débiles mentes de sus súbditos, quebrantándolas sin vergüenza y dejando, finalmente, una sola regla:

«Todos los animales son iguales. Pero algunos animales son más iguales que otros».

He aquí de nuevo el tema del poder y la manipulación sobre la gente, sobre el pueblo. Rebelión en la granja, tampoco existe libertad como sí sucede en la isla de Utopía.

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